25/12/06

Fuego

Brincando y saltando iba el genio fatuo Montepulciano cuando se encontró delante de un vetusto palacio, toscamente labrado en dura piedra, jalonado por estatuas grotescas, y recorrido casi en su totalidad por un manto verduzco de hiedra trepadora. En lo más alto del palacio, protegido por un minarete del viento y las lluvias, una pira ardía, en honor a los antiguos dioses del fuego, y que Montepulciano se encargaba de avivar cada día al alba. Llegó al umbral, y por intrincados y laberínticos pasillos, escaleras y corredores, el genio alcanzó el minarete.

Cierto día, tras haber visitado la pira en lo alto del palacio, Montepulciano encontró un corredor semioculto por la maleza, y allí, al fresco, se recostó sobre los restos de un viejo murete y se dejó llevar en brazos del sueño.

Caía la tarde, un cielo magenta sobre el palacio, cuando Montepulciano, desperezándose, salió de su letargo. Fue entonces cuando vio frente a él una estatua desgastada por el tiempo y el monzón. En su base, grabado, se podía leer aún un nombre. "Halcyon", leyó para sí el genio del fuego mientras recorría la figura con su mirada. A cada momento, Montepulciano descubría un nuevo matiz de belleza y singularidad en la figura de Halcyon. No era una estatua particularmente bella, pero era esa apostura imperfecta que presentaba la que hacía irresistible el dejar de mirarla. Y de esta manera, Montepulciano se enamoró de la figura de piedra.

Caía la noche, y el genio decidió abandonar el viejo palacio, con el recuerdo aún vivo de Halcyon en su cabeza.

Pasaron los días, pasaron las noches, y ni un instante perdía el genio en volver tras sus pasos en busca de la estatua que le había robado el trozo de carbón en ascuas que tenía por corazón. Mientras tanto, el fuego a su cargo iba extinguiéndose, mermado por pequeñas ráfagas de viento que entraban entre las columnas y por las gotas de rocío que se filtraban cada mañana por las piedras del muro. Los animales de la jungla notaron con el paso de los días el descenso de la temperatura, y alertaron a los dioses del fuego.

Piro, el más irascible, montó en cólera y en forma de rayo alcanzó al genio en su cuerpo, mientras éste miraba embelesado la estatua de Halcyon.

Ignífugo, el más incandescente, atravesó la jungla incendiando a su paso toda la vegetación y consumiendo el cuerpo ya sin vida de Montepulciano en el palacio.

Flama, el más intenso y poderoso, envolvió la jungla de un calor sofocante, que provocó la formación de nubes de lluvia que mitigaron el fuego que Ignífugo había causado en su camino hacía el palacio.

Por último, el Hombre de Fuego dirigió sus pasos hasta el genio, y con una lengua de fuego abrió el pecho humeante de Montepulciano. Allí, aún ardiendo, había un trozo de carbón. Lo recogió entre sus manos, y una vez en lo más alto del palacio, lo echó sobre la exánime pira, que resurgió poderosa.

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